Al tercer fósforo que le falle, Justina empezará con lo mismo: todo viene cuesta abajo y la calidad es historia. Por vistoso que algo resulte, todo se achica o se acorta, reniega, mientras gatilla mi encendedor y suelta una bocanada. Luego remoja la medialuna en el submarino, reducido a un triste jarrito. ¿Qué fue de los vasos enormes rebosantes de chocolate? A continuación se la agarra con el tamaño de las porciones de pizza, mientras vierte agua en la copa que no piensa beber, pues ella viene de otro mundo, cuando Buenos Aires era tan posmoderna que hasta podías tomar agua de la canilla.
Pero tampoco entrará en la lloradera nostálgica, porque entonces resultaría que todo era mejor. Y algunas cosas eran horribles, declara. Por ejemplo, volar a Madrid en el Comet IV, pasar tu novela a máquina o llamar a larga distancia. Tiene una lista nutrida. ¨Si quedabas embarazada o eras puto, mejor te tirabas del obelisco. Podías llegar a casarte tan sólo de calentura, con tal de tumbarte a tu novia. Encima no había divorcio¨.
Ahora la sigue con los tomates. Es su última cruzada. Estas cosas transgénicas han arrasado con la alegría de la ensalada. Tienen tantas hormonas que ni siquiera se pudren. Son una bola dura, con cuatro gotas adentro. Para comer los tomates de antes, habrá que plantarlos en la terraza, dice Justina, que esgrime su propia teoría: es imposible comer tomates como Dios manda si los cosechan a más de veinte kilómetros de tu casa.
Justina comanda una oenegé, lo cual le ha salvado la vida. Cuando murió su marido, entró en un bajón severo. Había hecho el curso de pátina y leído todo Paulo Coelho, pero no conseguía salir a flote. La rescató su militancia consumidora, asumida en memoria de su marido, mártir de la era del plástico, hijo de una época en que una silla era una silla y podías confiarte a ella en cuerpo y alma, hasta que llegó el PVC con sus brutales estragos, cuando la gente se hundía de golpe y moría desnucada, sin mencionar los que terminaron con las pelotas atravesadas por filosas astillas blancas, como le sucedió al infeliz.
Ahora estamos en un bar de Palermo, con irrompibles sillas de hierro. Venimos de ver 2001. Justina amasa el programa entre sus dedos, hasta reducirlo a una bolita grisácea. Echa de menos el cine Arte con sus programas enciclopédicos, que incluían vida y milagros de los actores y la trayectoria del director. Hoy los programas de cine son fotocopias con el horario, entregados de mala gana por una chica que aunque parezca acomodadora en realidad es actriz.
¿Alguien amará su trabajo? Todo el mundo está en el lugar errado. Nadie domina su oficio ni hace lo que le gusta. Pero así trabaje en lo suyo, tampoco le agarra sabor. No van a dejarte mirar el cielo así seas astrónomo diplomado, dice Justina. Vas a pasártela haciendo cuentas en una computadora. Como va por su tercera medialuna, no dejará de admitir que vienen más esponjosas y tiernas que nunca, sin el gusto a champú de otra época, cuando eran pesadas y amarillentas. Significan otro revés para sus teorías, junto con el amor de los jóvenes, que abndonaron la hipocresía burguesa, cosa que Justina no cesa de alabar.
Lo que no mejora es la mentalidad de los tipos que manipulan la realidad a su antojo y siempre se las arreglan para joderte.
El otro día fue con su vieja a comprar unas medialunas. Había una bandeja fragante, recién salida del horno. Son el orgullo de Tito, que acaba de remodelar el local. Su vieja panadería de barrio ahora se llama Croissant.
La mamá de Justina le preguntó, señalando las medialunas:
¿Tienen huevo?
¡Por supuesto! -dijo Tito.
Puro huevo -dijo la novia.
Todo fresco del campo.
La novia de Tito subraya todo con un sacudón de cabeza. Es una pelirroja falsificada, que sonríe cada vez que Tito le toca el culo debajo del mostrador.
Entonces no me las llevo -dijo la mamá de Justina-. Ando mal del colesterol.
A lo cual Tito acotó, recostado en el mostrador, entrecerrando los ojos, con la boca de costado, como entrando en confidencias:
¿Cuáááánto huevo pueden tener...?
Obvio -dijo la pelirroja.
Eduardo Belgrano Rawson
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