lunes, 10 de diciembre de 2007

Puro huevo, o de cómo se fue perdiendo la calidad


Al tercer fósforo que le falle, Justina empezará con lo mismo: todo viene cuesta abajo y la calidad es historia. Por vistoso que algo resulte, todo se achica o se acorta, reniega, mientras gatilla mi encendedor y suelta una bocanada. Luego remoja la medialuna en el submarino, reducido a un triste jarrito. ¿Qué fue de los vasos enormes rebosantes de chocolate? A continuación se la agarra con el tamaño de las porciones de pizza, mientras vierte agua en la copa que no piensa beber, pues ella viene de otro mundo, cuando Buenos Aires era tan posmoderna que hasta podías tomar agua de la canilla.

Pero tampoco entrará en la lloradera nostálgica, porque entonces resultaría que todo era mejor. Y algunas cosas eran horribles, declara. Por ejemplo, volar a Madrid en el Comet IV, pasar tu novela a máquina o llamar a larga distancia. Tiene una lista nutrida. ¨Si quedabas embarazada o eras puto, mejor te tirabas del obelisco. Podías llegar a casarte tan sólo de calentura, con tal de tumbarte a tu novia. Encima no había divorcio¨.

Ahora la sigue con los tomates. Es su última cruzada. Estas cosas transgénicas han arrasado con la alegría de la ensalada. Tienen tantas hormonas que ni siquiera se pudren. Son una bola dura, con cuatro gotas adentro. Para comer los tomates de antes, habrá que plantarlos en la terraza, dice Justina, que esgrime su propia teoría: es imposible comer tomates como Dios manda si los cosechan a más de veinte kilómetros de tu casa.

Justina comanda una oenegé, lo cual le ha salvado la vida. Cuando murió su marido, entró en un bajón severo. Había hecho el curso de pátina y leído todo Paulo Coelho, pero no conseguía salir a flote. La rescató su militancia consumidora, asumida en memoria de su marido, mártir de la era del plástico, hijo de una época en que una silla era una silla y podías confiarte a ella en cuerpo y alma, hasta que llegó el PVC con sus brutales estragos, cuando la gente se hundía de golpe y moría desnucada, sin mencionar los que terminaron con las pelotas atravesadas por filosas astillas blancas, como le sucedió al infeliz.

Ahora estamos en un bar de Palermo, con irrompibles sillas de hierro. Venimos de ver 2001. Justina amasa el programa entre sus dedos, hasta reducirlo a una bolita grisácea. Echa de menos el cine Arte con sus programas enciclopédicos, que incluían vida y milagros de los actores y la trayectoria del director. Hoy los programas de cine son fotocopias con el horario, entregados de mala gana por una chica que aunque parezca acomodadora en realidad es actriz.

¿Alguien amará su trabajo? Todo el mundo está en el lugar errado. Nadie domina su oficio ni hace lo que le gusta. Pero así trabaje en lo suyo, tampoco le agarra sabor. No van a dejarte mirar el cielo así seas astrónomo diplomado, dice Justina. Vas a pasártela haciendo cuentas en una computadora. Como va por su tercera medialuna, no dejará de admitir que vienen más esponjosas y tiernas que nunca, sin el gusto a champú de otra época, cuando eran pesadas y amarillentas. Significan otro revés para sus teorías, junto con el amor de los jóvenes, que abndonaron la hipocresía burguesa, cosa que Justina no cesa de alabar.

Lo que no mejora es la mentalidad de los tipos que manipulan la realidad a su antojo y siempre se las arreglan para joderte.

El otro día fue con su vieja a comprar unas medialunas. Había una bandeja fragante, recién salida del horno. Son el orgullo de Tito, que acaba de remodelar el local. Su vieja panadería de barrio ahora se llama Croissant.

La mamá de Justina le preguntó, señalando las medialunas:

¿Tienen huevo?

¡Por supuesto! -dijo Tito.

Puro huevo -dijo la novia.

Todo fresco del campo.

La novia de Tito subraya todo con un sacudón de cabeza. Es una pelirroja falsificada, que sonríe cada vez que Tito le toca el culo debajo del mostrador.

Entonces no me las llevo -dijo la mamá de Justina-. Ando mal del colesterol.

A lo cual Tito acotó, recostado en el mostrador, entrecerrando los ojos, con la boca de costado, como entrando en confidencias:

¿Cuáááánto huevo pueden tener...?

Obvio -dijo la pelirroja.


Eduardo Belgrano Rawson

domingo, 2 de diciembre de 2007

Nuestras vidas de mentiras


Todos somos mentirosos y detectores de mentiras al mismo tiempo, y este deporte va de lo trivial a lo asombroso y de lo personal a lo público. En este preciso instante, alguien en algún lugar estará diciendo aunque no sea verdad que tiene ¨programa para esta noche¨. Y alguien estará descubriendo que su esposo o esposa ocultó metódicamente un ¨affaire¨ extramatrimonial. Las mentiras están en todos lados.

Desde ya que a veces la deshonestidad es la mejor política a seguir. Mentir, a pesar del mal que puede causar, es parte indispensable de nuestra vida para que todo siga andando sobre ruedas.

¨Todo el mundo miente. Todos los días, a todas las horas. Estando despiertos. Estando dormidos. En sus sueños. Durante momentos alegres. En sus lamentos¨, escribió Mark Twain allá por 1882 en el ensayo titulado Sobre la decadencia del arte de mentir.

Mentir es una práctica necesaria, involuntaria, casi, que evita que el tejido de la sociedad se deshaga.

¨¿Cómo estás?¨, nos pregunta un compañero o compañera de trabajo. ¨Bien, gracias¨, contestamos, cuando en realidad no lo estamos. De todos modos, si respondiéramos en serio convertiríamos una cortesía en un episodio socialmente irritante.

Pensemos en la conversación promedio de 10 minutos entre dos conocidos. En ese lapso, todo el mundo pronuncia dos o tres mentiras. Y no es cinismo. La costumbre está arraigada entre nosotros, desde temprana edad, cuando nos vemos atrapados entre recomendaciones totalmente encontradas, como ¨la sinceridad es la mejor política¨ y ¨al margen de lo que pienses, no dejes de decirle a la tía Ana que el regalo que te hizo te gustó¨.

¨Les decimos permanentemente a los chicos que hay que decir la verdad, pero al mismo tiempo les transmitimos el mensaje de que está bien mentir¨, opina Robert Feldman, decano asociado en la facultad de Ciencias Sociales y de la Conducta de Massachussets, EE.UU.

Para el psicólogo norteamericano Paul Ekman, los seres humanos nos mentimos por siete razones: para evitar el castigo, para lograr una recompensa, para proteger a otros, para escapar a una situación social comprometedora, para fortalecer nuestro ego, para controlar información y hasta para cumplir con nuestro trabajo.

Muchas razones para mentir. Pero, ¿ cómo eliminar el engaño para llegar al fondo de la verdad? Con entrenamiento.

Ekman escribió en 1985 el libro Diciendo mentiras, que es un hito en la materia. Allí puso a prueba la capacidad para detectar mentiras de más de 12.000 personas y descubrió que el promedio de la gente identifica una mentira el 54 por ciento de las veces.

De todos modos, salir impune de una mentira parece cada vez menos sencillo hoy en día. Los e-mails se pueden rastrear y existen filmaciones hechas por celulares y redes de cable ávidas de detectar hipocresía y chismes. Pero también al mismo tiempo ¨uno puede entrar en una sala de chat y ser la persona que desee, inventarse una nueva identidad¨, verifica Feldman.


Dan Zak, columnista de The Washington Post.









sábado, 1 de diciembre de 2007

¿Dónde la pongo?


¡Caramba! Qué dilema.. y… como mínimo tenés que salir a buscar a dónde, ¿no? Emprendamos esa tarea, entonces. Con mucho tiempo de antelación a la fecha en que pretendemos estrenar, salimos en busca de la sala para dar nuestra obra, para ¨poner¨ la obra en la que estamos ahora trabajando. He aquí tarea más que titánica.
El panorama que presenta la Ciudad de Buenos Aires parece ser amplio y abierto, la cantidad de salas de teatro que hay da un paisaje lleno de posibilidades e ilusiones. Me armo del material necesario y confecciono ¨la lista¨ de teatros, una lista suculenta y atractiva.
Salgo a recorrer las primeras salas… Obviamente los nombres más pomposos a los que pretendía acceder son los primeros que se me caen. -¡Ni miraron la carpeta!- Le respondí a mi compañero que me miraba ansioso y a pesar de su carita de decepción seguí el relato, -la respuesta que me dieron fue certera e irrevocable: ¨Ya tenemos completa la programación hasta septiembre del 2028¨-. Bien, comprendimos que el intento fue audaz. Hasta que no contemos con un gran aparato de prensa y dos o más personas de renombre en el elenco esas salas van a tener la programación completa eternamente. Tachamos unos cuantos, pero no importa, seguimos la búsqueda… Nos encontramos con salas que aparentaban ser más abiertas pero con un discurso acerca de la estética que pretendían ¨cuidar¨ (digamos que intentaban posicionarse igual a las mencionadas anteriormente) pero conservaban cierta generosidad y argumentaban que quizás podían tener un ¨huequito¨ en su programación. Pero en el diálogo aparecía en reiteradas veces de manera camuflada el innombrable ¨seguro de sala¨. Mientras estas personas nos hablaban, rápidamente sacamos los cálculos y nos resultó imposible pensar que teníamos que contar con un respaldo mínimo de $100 a $150 por función… Seguimos tachando. La lista se hizo cada vez más pequeña y la desazón cada vez más grande. Ni pensar en que si la puesta que estoy trabajando requiere determinado espacio. En el recorrido de las salas ya cambié el uso del espacio muchas veces, resigné algunas ideas e imaginé cómo llegar a otras en tal o cual espacio. ¿Enseñarán esto en la carrera de Dirección? Me pregunto… si en esta tendencia de puestas excesivamente coreográficas el alumno saldrá preparado para enfrentar un cambio constante de espacios…
Debo confesar que más de una vez revisé mi proyecto, observé mi carpeta y pensé ¿Qué tengo que hacer para ser aceptado, para poder entrar en ese círculo en donde parece que las puestas se abren con más facilidad? Y me enojo, me enoja la idea de traicionar lo que tengo para contar por lo que creo que ¨debo¨ contar para pertenecer a la movida, pero no puedo evitar sentirme pequeño e inseguro.
Tomo fuerzas, me apoyo de los míos y seguimos en el ruedo.(…)
Seguiremos buscando dónde ponerla.



Fragmento del artículo de Gilda Sosa ¨Dónde la pongo¨, Revista de Arte ABRÍ, Septiembre de 2007.






lunes, 19 de noviembre de 2007

Temor al infierno


Lo que se corta no se toca. Lo que se cierra, no se abre. Lo que se bloquea, no se libera. País de facto, pero no importa. Dice un gobernador: ¨Total, los únicos que se quejan son los que se apuran por llegar a Punta del Este¨.

Es obvio, explican desde Buenos Aires, no tiene sentido impedir que subsista la ilegalidad, porque peor sería hacerles frente en serio a los que insisten en seguir perpetrando esa infracción. Tanto en la frontera clausurada, como en una manzana de la ciudad ya consagrada como nuevo territorio casi siempre vedado de la Capital Federal, la zona de la escuela Carlos Pellegrini, lo que acontece responde al mismo patrón: la ley es lo que yo digo que es la ley, insubordinarse es legítimo, desobedecer es sagrado, transgredir es maravilloso, violar es enternecedor.

¿Por qué se manifestarían de manera diferente los taxistas y camioneros que cargaron contra la Legislatura porteña, ofuscados porque los representantes populares quieren sancionar una norma mucho más estricta para poner en caja el vale todo vial que reina en Buenos Aires?

Al alegar que se debe comenzar por el combate a las grandes ilegalidades, antes que confrontar las supuestamente menores, sectores determinantes de la sociedad argentina reposan plácidamente en un aval sistemático a la micro-ilegalidad.

La furia sindical contra una norma que pretende sacar de la calle a esos infractores seriales protegidos por ser transportistas de personas, revela de manera luminosa el corazón de un serio problema cultural: la norma irrita, la restricción enfurece, la idea de que no todo es posible es asimilada a la fantasía de ¨represión¨ y el concepto de punir aquello que viola la ley se presenta como una exótica pretensión ¨represiva¨.

El gobernador de Entre Ríos, Jorge Busti, por ejemplo, opera de este modo: en definitiva, cerrar una frontera no es ¨tan¨ grave, porque los que quieren cruzarla son... ¨privilegiados¨, tipos ansiosos por llegar a su coto de caza en una comarca de millonarios. No es legal, admiten, claro está, pero tampoco es tan terrible , o -en todo caso- lo es menos que el apocalíptico final fantaseado ante los hipotéticos resultados de una fábrica de celulosa.

En el escenario ideológico prevaleciente hoy en la Argentina, siempre habrá algo peor y siempre existirá algún razonamiento para justificar males a los que no se ven como tales.

El caso de los ensoberbecidos sindicatos, con los que el Gobierno nacional tiene un aceitado modus vivendi, es revelador. Cuando tomó estado público que la Legislatura porteña aprobaría una ley consensuada por todas las bancadas para imponer el eficaz sistema de puntaje que califica la conducta de los conductores de vehículos en países más civilizados, la primera reacción de los capitostes gremiales fue amenazar, sin medias tintas, a los legisladores: no se metan con nosotros porque van a tener problemas. Dicho y hecho.

Es un caso prominente y ejemplar: toda pretensión de hacer cumplir la ley es transformada en propósito represivo, ya sea encarar el tema de la gente que duerme en la calle, la calesita en la Plaza del Congreso, los niños mendigos, los jóvenes lavavidrios, los manteros que tapizan veredas y plazas con sus productos, obliterando el espaco público y, en general, quienes viven en espacios públicos, cualquier actividad que se realice fuera del marco existente y pretenda legitimarse como resultado de una necesidad mayor e impostergable.

Por eso, la escuela Carlos Pellegrini es el epicentro de un disgusto permanente. Calles cortadas todas las semanas, clases suspendidas, amenazas de bombas: un incordio irreparable con el cual el poder coexiste en amable promiscuidad, como si nunca fuese demasiado grave esta micro-ilegalidad, a la que se pretende eternamente menoscabar porque habría otras, supuestamente más graves, las únicas verdaderas a combatir.

Si algo caracteriza a la Argentina de estos años sojeros y productivos es esa fuerte impresión que surge de observarla, la idea de que es inevitable convivir pasivamente con injusticias y desórdenes variados, sólo porque, si no, se viene el infierno. Por eso, hay que aceptar lo irregular e incluso lo clamorosamente prohibido como peaje a pagar para que no se incendie el país.

El Gobierno les ha sugerido a los activistas de Gualeguaychú que ya deberían abrir la frontera clausurada, pero también ha aclarado que nada hará para que tal medida sea concretada, ni tampoco ha advertido que -en todo caso- deberán exponerse a que la frontera sea reabierta por las fuerzas de seguridad. No, ni los activistas, ni el Gobierno quieren que se permita el libre cruce de la frontera, así de simple.

Pero es que ni siquiera se puede transitar por la calle Bartolomé Mitre entre Ecuador y Jean Jaurés, donde estaba Cromañón hasta su incendio, la noche del 30 de diciembre de 2004. La cuadra está cortada desde entonces, convertida en un bizarro ¨santuario¨ pagano, sin que el Gobierno de la Ciudad (Ibarra antes, Telerman ahora, ¿Macri después?) se anime a ordenar su reapertura. ¿Alguien imagina que la estación madrileña de Atocha hubiese quedado ¨ocupada¨ desde que el terrorismo islámico produjo allí 191 asesinatos el 11 de marzo de 2004?

Es una enorme batalla cultural y lo más probable es que su desenlace no sea positivo para quienes así pensamos. Hunde sus raíces en dilemas de insondable proyeción: la verdad, la legalidad, lo establecido, ese universo de los valores sólidos y confiables, versus la cultura de las relatividades y las excusas, el ¨sí, pero¨, el mundo de la vida líquida e imprevisible, donde nunca no es no, y donde tampoco sí es sí. ¿Rigidez dogmática versus adaptabilidad sabia? Me niego.

¿Con qué prisma se evalúa el apartamiento de la ley y cuándo se debe tolerar la infracción abierta? Por ejemplo, el 13 de julio de 1989 fueron fusilados en La Habana cuatro altos oficiales de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba, el general Armando Ochoa, el coronel Antonio de la Guardia, el mayor Amado Padrón Trujillo y el capitán Jorge Martínez Valdés, todos ellos convictos por cargos de narcotráfico y traición a la patria. ¿Era necesario matarlos? Claro que no, pero Cuba dijo que ésa era la ley y Fidel Castro, que los quería muertos, la hizo cumplir.

¿Por qué en Argentina la ley siempre es sospechosa y violarla es tan popular que no hay gobierno que se atreva a hacerla respetar?



Pepe Eliaschev (en Suplemento ¨el Observador¨, Diario Perfil, domingo 18 de noviembre de 2007).